miércoles, 2 de junio de 2021

Mientras tanto, aquí dentro (a manera de introducción).



Este debe ser, seguramente, el proyecto más personal y libre que haya emprendido jamás. Lo es no solo por su contenido sino por la manera en que asumí la estructura de la obra. Normalmente trazo un itinerario, lo más preciso posible, sobre cómo será el trayecto que habré de recorrer para poder llegar al desenlace que ya tengo previamente definido. Ese mapa me da calma. Tengo claro y bajo control cómo comenzar, algunos lugares por los que habré de atravesar en el camino y, sobre todo, el punto de llegada. Sin embargo, aquí me tocó la difícil tarea de dejarme fluir. La humildad de confesar: no sé, no tengo idea de qué es esto ni para dónde va. 


Utilizaré una metáfora fluvial. Digamos que llegó la pandemia con su respectivo confinamiento y de pronto me encontré en una especie barca en medio de un río oscuro –yo al agua le tengo mucho respeto (que es un eufemismo para no decir que le tengo miedo)– y no tuve otro remedio que ponerme a remar. A veces las aguas eran benévolas y uno se dejaba llevar por la corriente apacible. Pero de pronto surgían rápidos, rocas filosas, pasos estrechos, caídas de agua. El peligro inminente de encallar, estrellarme, volverme trizas. Pero cuando juraba convertirme en náufrago, el río de pronto se ensanchaba, se hacía calmo y generoso. Uno se reconciliaba con el panorama y hasta agradecía la travesía. Me sirvieron de salvavidas mi hija y mi esposa, me ayudaron los amigos cercanos que eventualmente se convirtieron en mis compañeros de viaje y me dieron aliento. Hubo momentos en que atravesé por lugares extraños, irreconocibles, como si el curso del río me hubiese arrastra- do hasta territorios extraterrestres, pero también pasé por trechos que me resultaron conocidos, casi familiares, que me permitieron viajar al pasado, por medio de la memoria y la música, al tiempo que seguía adelante, avanzando por ese río. 


He pasado un año entero en este proceso de gestación en el que he ido anotando lo que ocurría, pensaba y sentía. En el que me propuse escribirlo con toda la honestidad posible. Un período el que rocé la locura, tuve miedo, me angustié, me reí, me enternecí, encontré la luz y la hermosura en medio de la penumbra. No sé hacia dónde lleva el río. A veces imagino con vértigo que hacia una catarata kilométrica. Otras veces creo que más hacia otro mar, uno desconocido. He llegado a pensar que quizá no se acaba nunca, que la vida ahora será aprender a recorrer este río infinito. 


Me encuentro de pronto con una playa tranquila a un costado. Remo hasta allá y anclo mi barca en la orilla. Es momento de hacer una pausa. Me siento en la arena a mirar el río que se pierde en el horizonte. Y lanzo al infinito mi deseo más ferviente de que ojalá la gente buena que uno quiere –así como todos los extraños que lo merecen– lleguen finalmente a buen puerto, a un destino benévolo. 


Va un agradecimiento muy especial y sentido a estas compañeras de travesía: Aitana Urriola Kushfe, Marie Claire Kushfe, Ana Esther Pohls y Claudia Mauro. 



José Urriola. Ciudad de México, marzo 2021. 


Presentación Fisuras / José Urriola (Libros del Fuego, 2020)



Antes que nada quiero agradecer a mis editores de Libros del Fuego por apostar una vez más por mí, por permitirme este espacio en la que considero mi casa, para ofrecer esta segunda entrega de una trilogía que hemos llamado “El universo de Santiago”.  Gracias por la confianza, el respeto, el compromiso, el afecto. Quiero agradecer profundamente también a Violeta Rojo y Alberto Barrera Tyszka (a quienes admiro tanto y considero mis amigos y maestros) por acompañarme en esta presentación, cosa que me honra enormemente. Quiero agradecer muy especialmente a mis lectores que adoptaron a Santiago, el personaje de “Santiago se va”, y me hicieron sentir que lo que ofrecía tenía algún sentido, significaba algo para alguien, que valía la pena intentarlo una vez más (y esto se conecta estrechamente con el final de estas líneas, pero aún no nos adelantemos). Muy especialmente agradezco a mi familia por su apoyo y empuje. También a las lectoras que revisaron el manuscrito antes de enviarlo a la editorial: Diana Medina, Vanessa Rodríguez y Claudia Mauro. Y para cerrar, va todo mi agradecimiento a mi Claire y Aitana, que respetaron tantas horas de presencia ausente, de estar ahí como un fantasma perdido dentro de mí mismo, durante meses de escritura, reescritura, obsesión, ganas de hacer, de terminar, de borrarlo todo, de abandonar, todo eso a la vez.  


Gracias a ustedes por conectarse hoy aquí en medio de estos días extraños y acompañarme en este evento de felice recordación, como dirían el El Quijote. Dicho esto, prometo ser breve y conciso para contarles un poco sobre “Fisuras” y luego dejarla que sea ella sola quien se encargue de contarse a sí misma. 


Resulta más fácil hablar de “Fisuras” si hablamos de su novela hermana “Santiago se va”. Resulta más fácil hablar de Pablo Iribarren, el hermano menor que se quedó, si  rescatamos algunas nociones de Santiago, el hermano que se fue. En “Santiago se va” conocemos a Santiago a través de las voces de las mujeres de su vida, los grandes amores de su vida. Esas mujeres son entrevistadas por su mejor amigo apenas Santiago desaparece. Luego serán entrevistadas diez años más tarde con las mismas preguntas. Y con todas esas memorias recogidas en los diez años de ausencia, Santiago hará algo: construirá la obra de su vida. 


Pero en "Santiago se va” hay alguien incluso más ausente que Santiago. Alguien que ni siquiera es nombrado en esa novela. Cuya existencia incluso ignorábamos. El gran ausente de “Santiago se va” es su hermano menor Pablo. De Pablo Iribarren sí es verdad que no sabíamos nada. Entonces en “Fisuras” aparece Pablo y cuando lo conocemos está triste, dolido, cargado de rencor. Le reclama a su hermano en su primera carta que ni siquiera le confió la labor de entrevistar a las mujeres de su vida durante esos diez años de ausencia. Le reclama que haya escogido a otro, a un amigo, para tal misión. Pablo, a pesar de ser una de las pocas personas que sabe el lugar exacto donde se halla Santiago –porque antes de desaparecer le dejó un mapa de Islandia con la dirección exacta de su paradero– se siente excluido, expulsado de la vida de Santiago; pero se le ocurre una manera de traerlo, de acercarlo sin necesidad de moverlo de sitio. Se le ocurre mandarle cartas acompañadas cada una de una memoria USB donde va una maqueta musical. Pablo, cuyo oficio es el de músico, ha decidido hacer un disco a la distancia con su hermano. Pablo le mandará las maquetas, le corresponderá entonces a Santiago terminar los temas. Pablo manda el esqueleto, Santiago que le ponga la carne y las vísceras. 


“Fisuras” es una novela epistolar. Lo que pasa es que las cartas las escribe un solo emisor. Por lo tanto son más bien como mensajes en la botella, una cosa que se lanza al océano, que se arroja al vacío con la esperanza de que halle por accidente sublime a su destinatario. Un conjunto de cartas que no son respondidas acaban conformando un monólogo, un diálogo con el vacío que al no encontrar interlocutor se devuelve como un eco. A Pablo le pasa como nos pasa a todos, hablamos en voz alta para ver si nos entendemos mejor a nosotros mismos. A ver si por fin nos organizamos y nos ponemos de acuerdo con nosotros mismos. 


En “Santiago se va” comencé escribiendo un personaje que tenía mucho de mí mismo y al final acabó siendo como un primo lejano. Alguien con quien fuiste muy cercano en una época remota de la vida pero hoy cada quien va por su lado, le tienes cariño por lo que fue y significó, pero realmente no sabes si aún lo conoces. ¿Quedará algo en nosotros de la gente que alguna vez fuimos? No lo sé. Tampoco me importa mucho. Porque Santiago va solo, por su cuenta, ése se las sabe arreglar por su lado. 


En “Fisuras” me pasó con Pablo todo lo contrario, o tal vez lo que pasó fue que hice el mismo recorrido y por el mismo trayecto pero ahora al revés. Pablo era en un inicio un perfecto extraño, un tipo allá fuera que no tenía nada que ver conmigo y que se iría armando pedazo a pedazo según fuera fluyendo la historia. Quise hacer un ejercicio de libertad similar al de Paul Klee cuando pintaba sus cuadros. Se dice que Klee ponía el lienzo de cabeza sobre el caballete y el boceto lo hacía así, invertido. Si quería pintar su famoso Angelus Novus, por ejemplo, el mismo que adquirió e inspiró a Walter Benjamin, lo que bocetaba Klee, así de cabeza, parecía más una araña patas arriba o una flor carnívora con las fauces abiertas. Si quería hacer una flor, el boceto invertido se parecía más a un tubérculo o a un proyectil en proceso de despegue. Klee era lúdico a la hora de hacer el boceto, era libre a la hora de trazar los contornos; pero una vez culminaba el boceto ponía al derecho el lienzo sobre el caballete y a la hora de poner el color ahí sí era absolutamente rígido, estructurado, consciente, meticuloso. Yo de Pablo solamente sabía el inicio, luego que le pasaba algo crucial en un punto y que eso lo llevaría a un desenlace. Estaba esbozado el itinerario, pero ya veríamos cómo hacía para partir del punto A, pasar en algún momento por el B hasta llegar a destino en el C. Yo iba a lanzar libremente los pedazos de Pablo sobre una mesa y luego iba a ver cómo empatar los retazos, cómo se cosía aquello que tenía patas y cabeza, pero de resto también tenía trozos que eran de hipopótamo, de autómata, de cohete, de reloj echado a perder y de pulpo. Entonces a la hora de coser, a la hora de darle estructura y confeccionarlo de la manera más meticulosa posible, se me fue haciendo cercano Pablo. Se me fue haciendo importante. Como el perfecto extraño que un día descubres que es tu amigo, que te importa ese loco y te hace falta un montón. Y que no lo puedes descuidar. Hay que estar pendiente de ese pana, llamarlo, hacerle saber que uno está ahí. Es el amigo que nunca te va a llamar pero que agradece mucho cuando apareces para decirle: “te he tenido muy presente, ¿tú estás bien?”. Y siempre tiene una historia delirante para contarte y te la pasas mundial con él. 


Se me ocurre que este momento es oportuno para mencionarles el porqué Pablo es músico. Primero que todo porque la música para mí es el origen, detonante y modelador de lo que escribo. Y segundo, porque así como le debo mi manera de escribir al cine, a las narraciones gráficas y a cierta literatura, se lo debo también a los músicos que son narradores. Esa gente que es capaz de contarte un cuento fabuloso a través de una canción. Una cosa que va más allá de lo estrictamente musical, que tiene mucho de cortometraje, que es como un viaje sonoro e ilustrado. Pienso, por ejemplo, en algunos temas de David Bowie, de Leonard Cohen, de Pulp, de los granadinos de Los Planetas o de Christina Rosenvinge, así como en algunos temas de Cerati o del venezolano José Ignacio Benítez (alias Domingo en Llamas). Esas historias musicales, esas narraciones convertidas en canciones, me inspiran enormemente. Me provocan ganas de escribir y además yo quisiera escribir algo que sonara así. Yo les debo tanto a esos músicos como le debo a un Bioy Casares, a un Bradbury o una Margaret Atwood. “Fisuras" es mi pequeño homenaje a los músicos contadores de historias. A los que convierten un tema musical en un cortometraje, en un cuento musicalizado, en una historia fabulosamente narrada y con banda sonora incluida. 


Por otra parte, Pablo tiene mucho de Sísifo. Está metido en una especie de bucle sin sentido en el que carga una roca hasta la cima de la montaña simplemente para verla despeñarse, respirar hondo, bajar la colina, a remontar la pendiente con la roca a cuestas otra vez. La roca de Pablo es el amor, o más bien el desamor, encuentra en el elemento femenino la fuerza vital que lo moviliza, que lo carga de energía, ahí va con todo rumbo a la cima con la esperanza de coronarla y que esta vez la roca no se le caiga, que se quede ahí en precario equilibrio sobre el pico; pero la roca es terca y la vida es una condena. Se cae la roca, la mira caerse con enorme tristeza y desaliento, pero baja a buscarla otra vez. Se va a buscar un nuevo amor, lo vuelve a intentar con otra. Como Sísifo, cada amor, cada aventura o desventura, es una manera de darle sentido al absurdo de su existencia. Ahí encuentra su proyecto de vida, aunque lo vea fracasar una y otra vez. Cada remontada con la roca a cuestas y su respectiva caída despeñada se convierten para Pablo en una carta para contarle a Santiago (y para contarse a sí mismo), y es una nueva maqueta de canción de lo que será el mejor álbum que compondrá en su vida. Y ahí –como el Sísifo original de la mitología y también como el que nos contaba hermosamente Camus– logra burlar a los dioses otra vez.


Pero hay que tenerle cuidado a Pablo, porque le están fallando las fuerzas. Porque está cada vez más cerca de mirar la roca caer y, en vez de bajar a buscarla, sentarse en la cima a descansar. A descansar por fin. Un descanso del que a lo mejor no quiera salir nunca más. Y quizás la única fuerza que lo anime a levantarse sea que aparezca Santiago, que su hermano por fin le responda. Pero no puede ser una respuesta cualquiera. Tiene que ser algo lo suficientemente especial como para que Pablo se levante, se sacuda el polvo del pantalón y respire hondo. Como todos, una razón poderosa para recobrar el aliento y decirte: “nada, a intentarlo, ahí vamos otra vez”. 


Gracias,

José Urriola. 

Ciudad de México, 2020. 

jueves, 24 de enero de 2019

Sobre el fútbol, la vida y todo lo demás


Albert Camus, quien durante sus años universitarios fuera portero titular del Racing Universitario de Argel (RAU), decía: «Todo lo que finalmente sé con mayor certeza respecto a la moral y a las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol».

Así que yo me voy a animar a hablarles de Mario y de tres cosas que me enseñó Mario siendo el entrenador del humilde equipo de fútbol en el que jugué en la infancia. No recuerdo el apellido de Mario, solamente sé que era uruguayo, bajito, tenía bigote bien poblado y el pelo siempre desordenado. También que caminaba lento mientras daba las instrucciones. Muy lento, de lado a lado, apoyando muy bien la suela de goma de sus zapatillas deportivas siempre impecables. Con todo el pie, como quien deposita el peso entero del cuerpo sobre una burbuja. Y como quien se lo goza paso a paso. Nadie en el mundo ha caminado tan sabroso sobre unos zapatos de goma como Mario. Eso pensaba de chamo. Eso sigo pensando.

Mario, además de su don envidiable para caminar sobre zapatos de goma, me enseñó tres cosas.

1) Uno no sale a la cancha pensando que va a perder. El que sale pensando eso, pierde. Así que uno, así enfrente al Barcelona con Messi, salta a la cancha pensando que quién quita, las sorpresas se dan, pero porque uno las busca y se las cree. De lo contrario, ni juegues.

2) El rival no se menosprecia. Está ahí para hacerte daño. Y lo hará, cuenta con eso. Así que prepárate a que te meta goles y patadas. Prepárate siempre para tener que remontar, aunque parezca por momentos titánico o imposible.

3) Disfruta de los goles cuando los metas. Cántalos. Gózalos. No solo porque te lo mereces, sino porque le haces saber al contrincante que tú también sabes ganar. Y lo haces, además, con una sonrisa.

Esa tres cosas aprendidas de Mario no se me olvidan. Tres cosas que aplico, todavía a estas alturas, para el fútbol, la vida, el universo y todo lo demás.

Nadie dijo que sería fácil, pero vamos al terreno –sin triunfalismos pero tampoco con derrotismos–, a jugar.

miércoles, 28 de noviembre de 2018

La vida insuficiente


Texto leído el día domingo 25 de noviembre en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2018, en la mesa "Estamos aquí para decir Venezuela: literatura, edición y promoción cultural". 

Junto a Tibisay Guerra (Autores Venezolanos) y Rodnei Casares (Libros del Fuego)


Salimos mi esposa y yo de Venezuela en octubre de 2010. Hace exactamente ocho años que vivimos en Ciudad de México. No fue una decisión fácil la de irse de Caracas. Pero las cosas, vamos a ser sinceros, ya estaban mal y anunciaban con ir peor. Se estaban escribiendo ya claramente con Hugo Chávez los lineamientos de una historia atroz a la que luego Nicolás Maduro le agregaría sus propios capítulos de horror. De manera que al tercer asalto en cuestión de un mes, el último de ellos con el cañón de la pistola apuntándome directamente a la cabeza para exigir la entrega del celular, le dije a mi esposa: “vámonos, al menos a probar, quién quita que a la vuelta de unos años la cosa aquí mejore”.

Han pasado ocho años, cinco libros publicados y una hija desde entonces. Se dice fácil, pero fácil no ha sido. Ni aquí ni allá

Los venezolanos, que no estábamos acostumbrados a migrar, nos hemos convertido en una de la olas migratorias más numerosas y preocupantes de lo que va de siglo. Y mientras los que se quedaron resisten la debacle en primera persona, los que estamos afuera seguimos la tragedia a la distancia, como quien es testigo de un terrible accidente en cámara lenta. Lo que no evita el desastre ni los huesos rotos. Los que estamos afuera hemos aprendido a vivir escindidos, con el cuerpo y la vida aquí, pero con parte importante del alma aún allá en el terruño. Siempre con nuestra gente. Es como si uno nunca se fuera, al menos no del todo. Porque no puedes. Porque no quieres.

Hoy, que me siento en esta mesa frente a ustedes, acompañado después de mucho por mis queridos amigos Tibisay Guerra (de Autores Venezolanos) y Rodnei Casares (de la Editorial Libros del Fuego), se me vienen a la cabeza –en honor a ellos y a varios de los presentes en esta sala– tres cosas: la primera es agradecimiento, la segunda es un profundo respeto y la tercera es mi admiración por tanto empeño, por tan loable resistencia.

La palabra resistir se compone del prefijo “re” (de nuevo, otra vez) y el término “sistere" (mantenerse firme, tomar posición, clavarse en un lugar). La resistencia, al final, es la voluntad de aguantar de pie, de mantenerse en el sitio, de no abandonar, de no doblegarse para así no ceder espacios. Sistere sirve de raíz también para otros conceptos relacionados con la resistencia: insistir, persistir, no desistir. E incluso existir.

Imagino que en este recinto de la feria del libro más importante del Latinoamérica,  y una de las más importantes del mundo, se ha citado centenares de veces aquella mítica frase del portugués Fernando Pessoa: “La literatura existe porque el mundo no basta”. Algo en lo que el poeta brasileño Ferreira Gullar insistió con su frase:  “El arte nace porque la vida no es suficiente”. Creo que ver el trabajo de autores, editores y promotores de literatura venezolanos me ha hecho comprender esas frases en toda su dimensión y con profunda introspección. La literatura venezolana, especialmente en los tiempos aciagos que nos han tocado, es un espacio crucial de resistencia, una trinchera para la persistencia y la insistencia, para poder bregar contra la cada vez más asfixiante insuficiencia de la vida. La lucha infatigable, y a pesar de todo, para lograr construir un refugio donde quepa un universo a escala, donde habite y evolucione esa vida que la otra vida no permite.

La literatura venezolana resiste e insiste, tal y como ocurre con el libro que muchos lo dieron por muerto hace unas décadas porque habían llegado los soportes digitales y eso de estar imprimiendo letras sobre hojas de papel no tendría ya ningún sentido. El libro resistió, ahí sigue y va a seguir. El libro continúa siendo de las tecnologías más longevas y exitosas de la historia de la humanidad. De manera similar, las letras venezolanas y la gente del libro en Venezuela no dejaron de luchar ni dejaron de ingeniarse formas de emitir su luz en estos tiempos oscuros para el país.

Y este fenómeno de resistencia y de persistencia se debe en gran medida a los autores, editoriales y promotores literarios que siguieron produciendo en el terruño. Con las uñas, con lo poco que se podía y se tenía, a pesar de la reducción voraginosa de los medios y de los espacios. El descalabro y la asfixia omnipresentes en Venezuela se ha llevado a un gentío valioso por delante, es lamentable pero cierto. Espacios culturales, librerías, revistas, organizaciones vinculadas con las artes y la cultura, concursos literarios y ferias del libro han tenido que cerrar sus puertas en medio de la crisis demoledora. Pero también es cierto que muchos autores siguieron escribiendo o comenzaron a escribir, algunas editoriales supieron sortear el vendaval y siguen en pie, surgieron también nuevas editoriales independientes que son un oasis y una auténtica belleza, también se mantuvieron o se crearon concursos literarios, se reunieron nuevas antologías, se forjaron otros espacios de encuentro y producción, se buscaron y encontraron nuevas alianzas, sumando recursos de aquí y de allá para seguir dando la lucha. Siempre dándole, contra todo y a pesar de todo.

También han sido muchos los profesionales vinculados al libro y a lo literario que han tenido que migrar durante este duro proceso; pero sin olvidar jamás sus vínculos y sus proyectos con Venezuela. Los venezolanos estamos ahora desperdigados por el mundo, pero estamos unidos por la tecnología, en permanente contacto a través de los medios digitales con los que hoy contamos. Los que estamos afuera somos como sondas o satélites. Un eco de la tierra en otros espacios. Me gusta esa imagen de que estamos realmente es ramificados, diversificados, como un organismo vivo que extiende y proyecta sus tentáculos a la distancia.

En mi caso particular, mis editores siguen en Venezuela, pero también son venezolanos que hacen vida ahora en Colombia, en Chile, en España, en Estados Unidos o aquí en México. Hace unos años, cuando tenía bajo el brazo mi manuscrito de la novela “Santiago se va”, le pedí consejo a mi amigo el escritor venezolano Alberto Barrera Tyszka para ver si lo lograba publicar aquí en México con alguna editorial local. Barrera Tyszka me dijo: “tus lectores están en Venezuela. En el extranjero uno es un escritor sin lectores”. Gran consejo, se lo agradezco. Así fue como me decidí a tocar puertas con la editorial Libros del Fuego, con mi editor Rodnei Casares, aquí presente. Publicar en Venezuela, aunque físicamente no estemos allá, es también una manera de decir presente, aquí estoy. Una manera de no irse. Una forma de seguir en contacto con la inmensa mayoría de la gente que sigue pendiente de tu vida y tu obra.

No me atrevería a definir la literatura venezolana del siglo XXI. No me gusta esa etiqueta de la literatura de la diáspora, me suena a lugar común con tufillo a mercadotecnia que realmente no hace justicia a un panorama mucho más diverso y complejo. No creo tampoco que se pueda trazar una línea fronteriza entre la literatura venezolana que se escribe en el terruño y la que escriben los venezolanos ramificados por el mundo. A veces el que está afuera necesita regresar por medio de su labor creativa para intentar explicar y entender a Venezuela, y a veces el que está adentro necesita construirse un universo aparte para poder vivir lo que la realidad le niega. No es que estamos escribiendo todos sobre lo mismo o que hay una carpa común que nos acobija a todos. Ciertamente se puede hablar de una rama de la literatura venezolana que apuesta por lo político y lo social, pero ésta convive y comparte espacios con otra rama que se encamina por la ficción o la introspección. Claro, mientras los ecos de la realidad se cuelan más o menos amortiguados desde allá afuera.

Me preocupan horrores el nacionalismo y el chovinismo. Me parecen un síntoma evidente de mezquindad, ignorancia y desinteligencia. Sabemos los venezolanos de primera mano lo dañinos que son esos discursos. Lo abominables que resultan a la vuelta de la esquina. Sin embargo, aprovecharé este momento para confesar una verdad muy subjetiva y personal: Yo leo a los autores venezolanos (los que viven en Venezuela y los que hacen vida a lo ancho del mundo) y pienso (perdonen lo coloquial venezolano) “coño, estos panas son buenos, tan buenos como los más famosos del momento”. En mi humilde apreciación hay algunos que son incluso mejores y hasta bastante mejores que varios de los que suenan mucho y venden mucho. Pero no se conocen ni se les reconoce tanto, no se suelen leer tanto, no es frecuente que los escritores y los libros venezolanos cuenten con una plataforma sólida y poderosa para lograr circular y resonar internacionalmente, al menos no tanto como autores y editoriales de otros países. Venezuela en lo literario, así lo creo, es una gema extraña y oculta.

Las razones por las cuales esa gema no brilla ni se difunde como merece, no obedece –en mi opinión– a razones de calidad literaria. Eso es indudable. A veces me pregunto si se debe a una especie de herencia donde lo venezolano se suele asociar, aún, de una manera simplista y facilona, con lo petrolero, con las misses, con ese nuevorriquismo vociferante que caracterizó al gentilicio en otra época y que tan poco se conecta con el venezolano decente de hoy día, y que tampoco se corresponde con la amplia propuesta literaria de la Venezuela ramificada por el mundo de hoy. Y a veces me pregunto si acaso será un problema interno como equipo. Que no hemos aprendido a funcionar como un colectivo debidamente engranado. Que no estamos aún lo suficientemente cohesionados y por eso no sabemos celebrar los goles que anotan algunos (por aquí y por allá) como un logro de todos.

Estamos aquí para dejar constancia de esa otra Venezuela que resiste y persiste, que a pesar de todo el horror, se las ingenia para insistir y seguir existiendo. Porque no queda otra opción. Porque el día de mañana cuando todo esto pase –que pasará–, se recogerá la cosecha de lo que hoy ha sembrado con las uñas la gente que se empecinó en construir e inventarse otros mundos. Que le apostó a la literatura venezolana porque la vida no es suficiente.


José Urriola.
México, noviembre de 2018.

lunes, 1 de octubre de 2018

La constancia de no fumar


Como soy un animal de costumbres, suelo hacer la misma caminata por las mismas calles todos los días y a las mismas horas. Ya en el trayecto de vuelta me cruzo siempre con una pareja singular que trabaja en uno de esos edificios con helipuerto en la azotea y donde se dan reuniones importantes de gente importante que no toca tanto el suelo ni se enfrenta al tráfico cotidiano como el resto de nosotros, los mortales de a pie. Pero lo importante en esta historia es la pareja. Ella es alta y guapa y viste casi siempre de falda y medias y botas altas en riguroso y elegante negro. Y él es bajo y gordito. Es una especie de Jack Black pero con pantalones de pinza y cinturón con hebilla dorada. Y con una barba que no le termina de poblar bien la cara pero él insiste. Dirá que lo hace ver más delgado. Ella le lleva fácilmente una cabeza. Él la mira con las manos en los bolsillos, desde abajo, con el cuello inclinado en permanente contrapicado. Ella fuma. Él no. Él acompaña simplemente. Solidariamente. Uno podría pensar que es un exfumador, que está en esa etapa todavía en la que uno no sucumbe a la tentación de encender un cigarro o darle una calada, pero sí le gusta fumar por rebote, como en reflejos, que fume otro que uno se contenta respirándose el humo. Sin embargo, a fuerza de cruces y miradas de reconocimiento, me he dado cuenta de que no es por el cigarro que él baja todas las mañanas a esa esquina, es por ella. Es por la flacota que baja a no fumar el gordito. Seguro que ellos también me tienen un nombre a mí, quizás me llamarán el loco de los audífonos. O el despeinado, mejor. Hoy se me acabó la música justo cuando me acercaba a la esquina donde estaban ellos. Me detuve a buscar en el aparato algo nuevo para poner a sonar a todo vatio en los audífonos. De reojo miro que ella le da una última calada al cigarro, lo arroja el piso, lo aplasta con la bota de cuero. Él le dice: bueno, ¿subimos, no?. Y ella le responde: ¿Y hoy no me das ni un beso? A él le da pena, sabe que tienen testigo, que estoy cerca, que quizás he oído, que seguramente estoy espiando; pero ella se le acerca, se le planta enfrente, agacha la cabeza, le busca la boca. Me pongo los audífonos y paso junto a ellos mirando al piso y como quien no ha visto nada porque nada está pasando. A los pocos metros giro con discreción el cuello para ver si siguen allí, con ganas de hacerle un gesto cómplice al gordito, una sonrisa solidaria, un puño al aire como quien hincha por el mismo equipo que ha metido un golazo; pero ese gordito está en otra, tiene cosas mucho más importantes que hacer que estar pendiente de si alguien mira. Ahí sigue, efectivamente, enfrascado en su universo a escala, besado y feliz, recogiendo la cosecha después de tanta constancia en todos esos cigarros no fumados.