lunes, 31 de julio de 2006

De grillos y fantasmas

Me acuesto a dormir aprovechando que el insomnio –cosa rara- se ha tomado unos días de asueto. Estoy a punto de conciliar el sueño, me voy acomodando en la arruga caliente que he logrado dibujar sobre la sábana fría. Suena la persiana. Un traqueteo de patas chocando contra el plástico. Enciendo la luz. Un grillo enorme camina por allá arriba sobre la lámina más lejana. El viejo decía que los grillos traían buena suerte. Pero este además de caminar por mi persiana canta. Canta durísimo. Está entregado al flirteo con una grillita buena moza que seguro le enseña las patas desde el jardín, al otro lado del cristal.

Me voy a la cocina y busco un pote plástico de arroz chino con tapa y todo. Regreso al cuarto, abro la gaveta, tomo una media y la doblo hasta volverla un ovillo apretado. Apunto y lanzo. Sin mucha fuerza, la idea es derrumbarlo, no despedazar al pobre grillo. Cae el tipo tan sorprendido como yo de mi puntería y antes de que salte lo capturo dentro del pote de arroz.

Me voy hasta el patio trasero con mi antiguo roomate ahora en cautivero. Convencido de estar haciendo una buena acción casi le digo: “Vamos, grillito, a conquistarla en tu jardín” justo al momento de abrirle la tapa y dejarlo en libertad.

Regreso al cuarto, me reacomodo en la arruga que ya está menos que tibia. Caigo rendido.

Me despiertan unas patas que me cosquillean el pómulo a media madrugada. Lanzo un manotón que no hace otra cosa que enfurecer a quien sea que sea que me camina la cara. Pica primero cerca del ojo, más que una mordida parece una inyección urticante. El segundo manotón lo logra alcanzar, cae hacia un lado, pero el bicho va a dar justo sobre mi brazo derecho. Pica de nuevo, dos y hasta tres veces. Me defiendo a manotones, a oscuras. A tientas logro encender la lamparita de la mesa de noche. Tengo cuatro picadas enormes, una en la cara y tres en el bíceps derecho. Enciendo todas las luces y -cabeza perdida- me dispongo a buscar a mi agresor. Para aplastarlo por la mitad, para luego arrancarle las patas, para rociarlo despacito con insecticida y que vaya agonizando muy poco a poco, para lanzarlo en un vaso de agua y ver qué tanto aguanta nadando y luego cuántos segundos hundido hasta el fondo.

Pero no está. No hay nada. Busco y rebusco, recontrabusco. Levanto sábanas, me quito la ropa, reviso debajo de la cama, en el hueco de los zapatos, cada resquicio de madera y cal. Nada. He sido atacado por un bicho fantasma.

Me quedo un rato frente al espejo, viéndome la cara mordida, aquello que late como un corazón chiquitito debajo del ojo. Tengo el brazo caliente y adormecido por la reacción alérgica.

Tocan entonces despacito a la ventana. Un golpeteo sobre el cristal. Abro la persiana ya un poco asustado por las sorpresas de esa noche extraña. Y allí está, al otro lado, es mi amigo el grillo.

Puedo jurarles que el hijoputa, de alguna manera, se está riendo.

jueves, 27 de julio de 2006

Neutro

Según Chuck Palahniuk los alemanes tienen un dicho: "Die reinste Freudeist die Schadenfreude”. Nuestro placer más puro viene del dolor de la gente a la que envidiamos. Es decir, nuestro máximo goce parece provenir del sufrimiento de aquellos a quienes adivinamos felices. Lo que más nos mueve en la vida no es la procura del placer por nuestros logros, sino ver humillados a quienes escogemos por rivales.

Desde que leí la frase se me ha quedado como un trozo de hierro ardiente rebotando entre sien y sien. Sin darme cuenta he estado buscando una, igual de contundente pero al otro lado del espectro, que la neutralice. Una frase que me convenza de absolutamente lo contrario. Qué vértigo, se me pasan los días y nada que la encuentro.

lunes, 24 de julio de 2006

El nuevo Sísifo

El sueño de Sísifo

Los dioses del Olimpo condenaron a Sísifo, el más astuto de los mortales, al castigo más absurdo de todos: subir una pesada roca hasta la cima de una montaña para verla caer una vez lograra coronarla; Sísifo tendría que bajar la montaña, buscar de nuevo la roca y volverla a subir en una tarea cíclica que repetiría hasta el fin de sus días.

El mito de Sísifo fascinaría al existencialista Albert Camus quien fundamentó buena parte de su pensamiento filosófico sobre los hombros de este personaje. Sinónimo de inteligencia y viveza -incluso muy superiores a las de los Dioses- Sísifo se encargó de burlarse una y otra vez de los inmortales, los humilló y ridiculizó en reiteradas oportunidades e incluso, cuando decidieron darle muerte, se encargó de engañar a Hades, dios del Inframundo, para que lo dejara volver al mundo de los vivos, arreglar unos asuntitos y luego regresar. Pero no volvió. Ante su insolencia (la de un mortal que incluso burlaba a la muerte) los dioses decidieron castigarlo de manera ejemplar, lo capturaron y le encomendaron la más absurda y estéril de todas las tareas: le entregaron su roca y su montaña hasta el final de sus días.

Dice Camus que la tarea de Sísifo no es menos absurda que cualquier otra existencia. Y que la grandeza de Sísifo radica exactamente en no frustrarse cada vez que la roca se despeña por la ladera de la montaña, sino en disfrutar el recorrido hasta la cima, disfrutar de ese instante de clímax en el que la roca por fin llega al pico. Importa poco que sea para caer, importa poco que la roca no se quede arriba. Sísifo ve la roca caer y antes que sentir el peso de llevar una vida de frustración, absurda, estéril, siente que su existencia tiene sentido: habrá que bajar la montaña, reunir fuerzas de nuevo, asumir la roca y la montaña como proyectos de vida. Con su actitud Sísifo vuelve a burlarse de los dioses, les demuestra que es capaz de encontrar gozo y ánimo en donde debía haber sufrimiento y desesperanza.

Me gusta pensar en la idea del último recorrido de Sísifo, ya un poco más viejo y menos fuerte, que corona la cima con su roca y por millonésima vez la ve caer por la ladera. Respirará el aire del pico de la montaña. Verá con cariño a su roca y su montaña -que son la metáfora de su existencia- y se dispondrá a bajar. A unos cuantos metros de la cima, bajando por el camino que se sabe tan bien, o mejor, inventándose uno nuevo en cada descenso, se detendrá un rato a descansar. Sentirá que necesita tomar una breve siesta, recuperar el aliento. Se dormirá apaciblemente con una sonrisa satisfecha en los labios. Y ya no se despertará más…

…O sí, despertaría pero en otros hombres, para alimentar con su espíritu otros proyectos de vida. Despertaría en Camus, así como en muchos otros mortales. Su mito se haría inclusive más grande, tendría aún mayor sentido después de su muerte. El hombre que se enfrenta constantemente a su montaña, no para vencerla de una vez sino para transitarla por siempre.

Se me ocurre que el escalador José Antonio Delgado es nuestro Sísifo contemporáneo. Dedicó su vida a coronar montañas, a subir la roca de su existencia hasta las cimas más altas del mundo, para disfrutar el instante de la llegada, claro, pero para inmediatamente plantearse que no tiene sentido quedarse allí, que la vida sigue y que hay que volver a bajar, para subir de nuevo otra montaña, para continuar su proyecto de vida ascendiendo alturas que luego hay que bajar. Como la vida, pues, pero puesta en acción sobre la tierra.

Sísifo, de haber sido más parecido al resto de los hombres, se hubiera sentado a llorar sobre su roca, al pie de la montaña, autocompadeciéndose por su suerte. Los mitos no mueren al pie de la montaña, viven por siempre arriba, rondando la cima.

Hoy a todos los venezolanos nos duele de una manera especial pensar en el cuerpo de José Antonio Delgado que reposa en aquella montaña helada del Pakistán. Aunque imaginamos que su muerte quizá haya sido tan apacible y risueña como la del último Sísifo. E igual de mítica.

Se me antoja que hay un mito nacional en plena construcción que nos hace respirar aliviados, como Sísifos en aquellos instantes de coronación del pico. Justo nos cae desde las alturas un mito en estos momentos donde el país parecía haber suspendido su producción de héroes y se había desbordado, por el contrario, en una superproducción de malhechores mediocres y descerebrados que más que pasión disparan la frustración.

Pues sí, habremos perdido a un hombre; pero algo en el fondo me dice que ganamos un héroe. Por fin.

miércoles, 19 de julio de 2006

Siendo mis otros yo.


Los anglosajones, con esa capacidad insólita que tienen para acuñar conceptos que luego se incorporan a la lengua gracias a la solidaria necedad y pereza de todos los demás, han inventado el término “To google you” que significa: “rastrearte en la red”. Cuando tú colocas tu propio nombre en un motor de búsqueda –ya sea por vanidad, ya por curiosidad, ya por simple ocio- estás “googling yourself”. Bueno, eso fue lo que hice, me googlié. Para toparme no sólo conmigo mismo en la red, sino para descubrir todos los posibles José Urriola que pude haber llegado a ser.

Me resultó más bien indiferente encontrar que en Panamá pudiera haber sido José Urriola, director general de un periódico llamado La Estrella de Panamá. De ser panameño sería a lo mejor algo así como bisnieto del prócer de la independencia José Urriola, que si mal no recuerdo es la segunda firma que aparece en el acta independentista del Panamá. En una de las sopotocientas universidades de Texas hay un tal José Martín Urriola que es la promesa rutilante de la defensa del equipo de fútbol americano. Me gustó ése, me hubiera gustado en otra vida dedicarme al fútbol, aunque lo de americano se lo quitaría por miedo, no tanto a la embestida de un mastodonte embalado de 150 kilos, sino a morir del aburrimiento. En Chile, siguiendo el juego, hubiera sido quizá primo de la sublime poetisa chilena Malú Urriola, una mujer a quien comencé a leer por el tonto orgullo de compartir el apellido pero a quien ahora saludaría con una merecida reverencia si el destino me la cruza en la calle. Tengo, por lo visto, también un alterego en la Universidad de Wisconsin, un fulano José Urriola, estudiante de Literatura comparada, editor en jefe de la revista cultural de esa casa de estudios.

Pero el José Urriola que me dejó frío fue el otro venezolano, el de Anzoátegui. Me lo topé en

La sentencia (escrita por supuesto en el idioma de los abogados, en esa jerga que se esmera en demostrarnos que sólo ellos son capaces de manejar los elevados términos con los que se designan los destinos de los hombres -igual que ciertos médicos, algunos economistas, ciertos curas)- deja entrever que DANGER JOSE URRIOLA es declarado culpable en el delito de HOMICIDIO INTENCIONAL EN GRADO DE COOPERADOR INMEDIATO.

Danger José Urriola, el homicida, a quien su madre bautizara con ese nombre, seguro que porque el sonido de esa combinación de letras, así en inglés, le pareció bonito, heroico y rimbombante, acaso sin imaginar que ciertamente estaba condenando a su retoño a convertirse en un peligro para alguien más adelante.

Me imagino por un instante en la piel de Danger, en lo que probablemente yo hubiera hecho si fuera él. Veo a este país despeñarse hacia la miseria, escucho las cretinadas de sus líderes, la estupidez supina que como nunca se apodera de cada espacio de esta sociedad que tampoco fue especialmente lúcida; pienso que vamos entregados, una vez más, a lo que sea que haya dictaminado el Oráculo. Que ya no está en manos de nadie capaz el desenlace de este drama, nada podemos hacer excepto dejarlo fluir, hasta que el Deus est Machina se encargue de un plumazo en arreglarnos todo este entuerto en el que nos hemos metido y en el que algunos se regocijan en seguirnos metiendo.

Y por un momento me pregunto: ¿Y si me juego una a lo Danger José Urriola? Sería un homicida pero altruista, un asesino con sentido histórico. Así, como en el escondite: “Libro por mí, y por todos”.

Tristemente –quiero creer que afortunadamente-, en la cola eterna que me lleva al trabajo cada mañana, me voy quitando el traje de SuperDanger y vuelvo a ser el cobarde juicioso y pacifista que soy yo.

viernes, 14 de julio de 2006

La mancha y la lágrima

Él le mandó una carta después de tanto silencio, después de tanto dolor acumulado por lo nunca dicho. En la carta sólo había un manchón grueso de tinta, a simple vista parecía una salpicadura de gota gorda caída desde buena altura. No era así. En esa mancha de tinta iban concentradas, apelotonadas, todas las palabras calladas. Todo un universo apiñado de letras superpuestas, infinitas, abrazadas hasta no dejar ni un espacito entre ellas. Una espiral absoluta de frases y estratos, de oraciones, de poemas, de canciones, de relatos, de perdones; sólo que no venían ordenadas, venía todo -concentrado y desperdigado a la vez- en una simple mancha.

Cuánto cabe en una mancha, probablemente todo. Pues, en esa mancha iba todo Él.

Recibió a los pocos días una carta. Era de Ella. Abrió el sobre como si en ese acto se le escabullera entre los dedos la vida entera. Encontró en el interior su misma carta. Devuelta. Sólo que la mancha de tinta parecía ahora corrida, no parecía la misma mancha negra, total, uniforme, que él le había mandado.

“Qué tonta, no supo entender”. Dijo con dientes apretados, arrugó la carta hasta su mínima expresión y la lanzó al trasto.

Tonto él. No supo entender su carta. Venía salpicada por una lágrima suya, emocionada, que cayó justo encima de la mancha.

Cuánto perdón y cuánta memoria bonita caben en una lágrima. Pues, allí iba Ella entera.

Entre esa gota de llanto y esa gota de tinta dos universos se habían encontrado, perdonado, reconciliado. Armoniosamente volvían a hacer el amor.

Pero él lo había lanzado todo a la basura, una vez más.

lunes, 10 de julio de 2006

Chapeau, Monsieur Zidane...


Lo único que realmente tiene un hombre es su dignidad. Yo no sé qué le pasó a Zidane por la cabeza, qué le hizo bullir la sangre en las sienes de esa manera, me pregunto realmente qué le habrá dicho Materazzi. Qué fue lo que detonó en Zidane esas ganas de suicidarse, de decir “aquí se acaba el personaje y comienza la persona”.

Zidane sabía muy bien lo que se estaba jugando cuando le encajó la frente con rabia en el pecho al italiano. Sabía que ese cabezazo, por ahora, significaba salir por la puerta de servicio en vez de por la puerta grande. Que indignaría a muchos, que entristecería a algunos, que nos desconcertaría a todos.

El viejo siempre me decía: “Hijo, los grandes hombres tienen que saber en qué momento hacerse matar”. Él lo decía por Allende, que se hizo matar en La Moneda en pleno golpe de Pinochet. Lo recriminaba de Carlos Andrés Pérez, que no supo hacerse matar cuando le dieron el golpe, y al resistirse encontró luego una muerte; otra, mucho peor. Para él, para todos.

Creo que Zidane se hizo matar ayer. Y lo hizo por dignidad, por respetarse más como ser humano que como astro de multitudes. Lo hizo porque más allá de ser un monigote diplomático y pulidito, políticamente correctísimo, como Pelé; Zidane se asumió como un hombre. Que se duele, que se apasiona, que marca con una raya clara su umbral de tolerancia. Quién sabe cuánto aguantó el hombre, qué tipo de cosas estuvo por centenares de minutos teniéndose que tragar. Hasta que el gran futbolista dio paso al hombre ofendido. Eso, aunque no lo crean, es un acto de heroísmo.

Yo iba por Italia en la final. Tengo ancestros Giusti de la Toscana, tengo otros Anselmi de la Lombardía, el abuelo Casanova era de Palermo. Mi vieja sufre y goza con los azzurri con una intensidad tal que acaba por contagiarme. Acepto gozoso que me goleen a mi equipo con tal de verla a ella celebrar. Y sin embargo, yo aplaudo hoy a Zinedine Zidane, porque le ha dado al mundo una lección de amor propio. Porque hay que ser valiente para clavarle un cabezazo al atorrante que se lo merece aunque el mundo entero sirva de testigo. Sabiendo perfectamente que después todos se llenarán las bocas con juicios éticos que serían incapaces de aplicarse a sí mismos.

Materazzi podrá celebrar hoy con su balón dorado con el que jugaron la final, con su copa doradísima ganada a fuerza de penaltis. Pero dentro de poco ya nadie se acordará de él. O acaso lo recordarán como el patán que insultaba a Zidane hasta ganarse un cabezazo más que merecido. Como el infeliz tatuado de estrellitas que se dedicó a provocar al mago, mucho más que a jugar fútbol. Se morirá sabiendo que jamás será Zidane, jamás jugará como él, nunca podrá tener ni un ápice de su dignidad, ni un segundo de su talento.

Me quito el sombrero: Chapeau, Monsieur Zidane! Usted ha sido un gran hombre que en el momento oportuno se ha sacrificado, ha sabido cuándo hacerse matar. Hoy lo velan con frustración y rabia, lo despiden de mala manera. Le aseguro que mañana lo recordaremos como un caballero ejemplar. Y, lo más bonito, no será tanto por el fútbol –que claro que se lo ha ganado- sino por la persona.

viernes, 7 de julio de 2006

Lo que no te conté de la playa


Te conté que hoy estuve en la playa, sentado en las rocas de costumbre, sorbiéndome la tristeza a gotitas y lamiéndome las heridas frescas aún por la ruptura. Recordando nuestra última conversación, pensando que al final quizás no me entendiste lo que quise decir, y que muy probablemente yo no supe tampoco comprender tus argumentos. Leí tus mensajes y los que te he enviado, uno a uno, como un recuento de montaña rusa donde sucintamente se dibuja el itinerario de este camino recorrido entre los dos y del que decidí salirme. Te contaré que sí, que te lloré en silencio, con el solazo en la cara y el frío que pelaba. Y que reconocí que renunciar a ti me sería incluso más difícil de lo imaginado. Te pedí perdón por lo malo, te agradecí por todo lo bueno y te perdoné aunque no lo pidieras. Te lancé, sentado desde esas rocas, al Mediterráneo azulísimo que tanto me remite a la memoria de papá. Te lancé como un mensaje en la botella, para que se lo lleve el océano, para que decida Dios, el destino, el Tao, la providencia, o tú misma, porque yo me abro. No está en mí. Y si vuelves será porque así lo dispuso el Deus est Machina, que lo arregla o lo arruina todo al final.

Lo que no te conté, pero que estuvo allí tan presente como todo lo anterior, es que había entre las rocas una prueba de embarazo con el positivo fresco de sangre, de una madre no feliz que seguro estará buscando la manera en este instante de deslastrarse de ese paquete. Cerca había restos de paella mal digeridos, y también algo que me pareció al principio un gato pasándome bajo los pies y que resultó una rata enorme que se lió a dentelladas con otra que invadía su territorio. Surgió de entre las rocas más abajo un yonqui con la jeringa aún sostenida entre los dedos temblorosos. Tampoco te conté que una mujer guapísima se me sentó unos metros a la derecha y me estuvo haciendo ojitos, a los que respondí gozoso, y no me le acerqué de puro cobarde y tímido estúpido que soy.

Y todo lo romántico que te conté fue sistemática y gruesamente interrumpido por aquello que no relaté. Coño, porque así es la vida; pero uno eso no lo cuenta.